lunes, 22 de diciembre de 2008

7. El olor del ciprés


Nunca me hubiera imaginado que en esta ciudad tan distinta y tan distante iba a reencontrarme con uno de las cosas más entrañables de la Navidad de mi infancia. Claro que las calles están atiborradas de luces y que hay puestos donde se venden pasitos, casitas de madera y creo que hasta lana. También hace frío (más del que desearía) y la gente anda con ánimo festivo. Pero esos cuerpos que celebran el fin de año aún me resultan un tanto desconocidos, lejanos, incomprensibles. A fin de cuentas, no saben quién soy yo ni les importa, aunque ese no es el problema. Tan solo son individuos que han vivido en otro mundo distinto al mío. Mi mundo no existe aquí más que en mis recuerdos.Con todo y todo, por fin este fin de semana empecé a sentir que es Navidad, que hay que disfrutar del tiempo libre, que hay que gozar de los últimos días del año, aunque medie un océano de nostalgia entre mi gente y mi cuerpo.
Hace como un mes salí del metro y crucé la calle camino a mi apartamento, pero al pisar la acera me detuvo de inmediato un aroma conocido que desató una reminiscencia desordenada de pequeños instantes de felicidad: el olor del café de la tarde que acompañaría al tamal caliente; la inacabable noche del 24 en casa de mi abuela, toda la familia reunida para intercambiar regalos; las salidas con mis papás pocos días antes a buscar la ropa para estrenar los días festivos; las mañanas del 25 con todos los vecinos probando sus juguetes en la calle; las luces de bengala la noche del 8; la elaboración del portal al iniciar el mes; los cuentos infantiles navideños y de otros temas que programaban todos los días en la televisión; la visita el 25 de mi otra abuela, quien parecía la versión femenina de San Nicolás y a quien esperábamos con tantas ansias; la medianoche del 24 para poner la figura del niño Jesús en el portal; el rompope y el queque de Navidad, el intercambio de comida con los vecinos... Claro que luego se sumarían otros recuerdos no tan gratos cuando las circunstancias cambiaron y cuando mi visión de niño acerca del mundo que me rodeaba cedió a la suspicacia del adolescente que se percataba que no todo marchaba bien, que en casa había estrechez financiera, que con miles costos se hacía de tripas chorizo. Y entonces la Navidad ya no parecía tan encantadora y perfecta. Poco a poco, el paso de la niñez a la edad adulta fue un progresivo despertar de la conciencia sobre un mundo que se fue rajando a poquitos hasta que las piezas se cayeron una tras otra y se pulverizaron más. La familia ya no volvió a ser la familia, ni la Navidad la mejor época del año. Pero he de reconocer que, pese a ese derrumbamiento de mi mundo infantil, la Navidad conserva su carácter de tiempo de cariño, de compartir, de regalar y regalarse, de reflexionar y ensimismarse, de reunirse con la gente querida y de recordar a los que nos dejaron.
Este año, con R a kilómetros de distancia no hay planes para salir ni convites a comer; tampoco hay llamadas ni mensajes. R está demasiado lejos, tanto como P, V y muchos otros. Mi correo tampoco se ha visto saturado de mensajes de ellos. B se fue para su pueblo; no tuvo el detalle de enviarme la carta que tanto he deseado que me escriba. Me late que sabe recibir, pero no es muy aficionado a dar. Tampoco hoy me esperaba el buzón repleto de cartas y tarjetas firmadas por la gente de allá.
Estoy en otra ciudad y otros cuerpos me circundan. A ninguno de ellos le debo un abrazo. Ninguno de ellos me obsequiará un beso, y, no obstante, nos miramos, nos sonreímos y nos deseamos lo mejor para estas fiestas y el próximo año. Ya sus cuerpos no me resultan tan extraños. No estoy nostálgico, aunque lo parezca. No estoy triste, aunque suene así. Simplemente estoy "navideño". Se trata de un estado anímico particular para estos días. Es un estado en que nos sentimos humanos y echamos de menos mayor humanidad. Por eso mismo no he querido desperdiciar mi tiempo navegando en la ciberciudad, porque allí no encontraría a nadie que me haga falta.
¿Qué extraño más en este momento? ¿A quién escogería para estar a mi lado estas noches? ¿Con quién quisiera cenar el 24? ¿Cuál recuerdo de mi infancia reviviría a estas alturas de mi vida?
Estoy bien. Me siento bien, en paz, con calma. Mis recuerdos reposan en la cabecera de mi cama y me arrullan tiernamente. Me la paso "de puta madre" conmigo mismo, con mi soledad, con mi intimidad. Esta nueva ciudad se abre y se me muestra espléndida, dadivosa. Es un coloso de opciones y posibilidades. Algunos cuerpos pensarán en mí el 24 y el 31. Me echarán de menos y suspirarán en un segundo de pensamiento, para luego seguir riendo y bebiendo. Otros cuerpos me arroparán y quizás me abracen con sincera alegría. El olor del ciprés inunda la acera que conduce al edificio donde vivo. Es el mismo olor que despedían las ramas con las que decorábamos el portal cuando era niño. Es el mismo aroma de la corona que colgaba en la puerta de la entrada de mi casa. Es la misma fragancia que indicaba el comienzo de una época feliz. Corto unas ramitas y las coloco en el respaldar de mi cama, cierro los ojos y el olor se me introduce y me narcotiza. Ya no hay tiempo ni distancia.

Mientras el efecto narcótico aparece: http://www.youtube.com/watch?v=1QR7AONpRII&feature=channel_page

domingo, 21 de diciembre de 2008

6. El sonido de los rieles en la madrugada


Presenciar la materialización de los cibercuerpos es la experiencia más parecida que he tenido en mi vida a un contacto parasicológico con espectros, fantasmas y todo esa especie de bichos incorpóreos. Y yo siempre he sido torpe para esos encuentros, así que me dan ansias y termino arrepintiéndome a última hora. Quizás la razón sea que mis expectativas para todo en la vida siempre son muy altas: espero mucho de la gente, espero bastante de la vida y, sobre todo, espero demasiado de mí mismo. Como resultado, la gente me termina pareciendo por lo general muy sosa; la vida, bastante insatisfactoria; y yo mismo, demasiado simplón y nada a la altura de mis pretensiones. Para empeorarlo todo, cuando se trata de conocer en carne y hueso a entidades que siempre han existido en la virtualidad, me hago unos enredos internos y me debato siempre entre el deseo y la negativa.
El primero que se corporeizó fue uno que había contactado antes de venir y con el que había hecho planes de compartir apartamento. No se pudo por diversas razones, pero al llegar aquí nos pusimos de acuerdo y nos conocimos. Siempre tengo la impresión de que yo resulto siendo más decepcionante para ellos que ellos para mí. Serán problemas de autoestima, supongo. El punto es que nos encontramos en el centro de la ciudad y pude notar una cierta sorpresa en sus ojos situados a medio metro de altura sobre mi frente. No puedo decir que no fuera guapo, pero definitivamente no era el tipo con el que hubiera deseado vivir aquí, por muy bien que me caiga para verlo unas dos horas a la semana en plan amigos. Con él hubo manoseada la primera noche y plan cariño al acostarnos y al despertarnos, pero no cuajó nada más. Tal vez haya sido que la ruptura con B estaba cruda (rectifico: definitivamente esa fue la causa principal de mi parte). Tal vez simplemente no se podía levantar el andamiaje de una relación cuando de entrada los sentimientos no calzaban ni las ganas daban para más que un polvo más lleno de morbo que de deseo.
Para mi sorpresa, he de reconocerlo, la materialización de J ha sido algo distinta. Nos pusimos de acuerdo para un café un día en que los dos estábamos disfrutando de un rato de paseo por la ciberciudad y yo le envié un comentario sobre algo que me pareció muy lindo en la descripción de su perfil. Me contestó inmediatamente que yo le daba la impresión de ser alguien del que podía aprender algo en la vida, y me invitó a conocernos. Quedamos de vernos en la boca del metro cerca de donde estaba él, sin ninguna seña. Cuando llegué, vi a un tipo joven que daba vueltas alrededor. Me pareció muy guapo y sospeché que era él, así que me le quedé viendo. Él me miró de repente, me examinó un poco y siguió dando vueltas de león desesperado. Supose que lo había decepcionado y que se hacía el loco. La paz me regresó cuando salieron dos del metro y él los saludó de beso y se marcharon juntos. Al rato apareció J, con su sonrisa de chiquillo tierno y una espontaneidad que roza casi en ingenuidad. Me saludó con un beso en cada mejilla y sin más protocolo empezó a contarme de sus proyectos, de su vida y de su día. Luego fuimos al apartamento de un amigo suyo, con el que se quedaba ese fin de semana, porque resultaba ser que no era de esta ciudad, lo cual inmediatamente lo calificaba como un amigo o como un polvo de viernes. Mi pronóstico falló, porque, pese a no haber tenido oportunidad de nada más que una manoseada esa noche y unos cuantos besos las siguientes, terminé en otra ciudad oyéndolo cantar y chateando con él todos los días, en plan amigos cariñosos.
Ayer salí con otro de mis amigos virtuales, uno que conocí a los pocos días de haber llegado y que siempre me pareció particularmente extraño. Accedí al encuentro más por curiosidad que por ganas de sexo, aunque en las fotos se veía muy apetitoso. De todas formas mis enredos con J me tienen un poco desorientado y me cuesta determinar con certeza adónde me dirijo, pero quería salir a una disco y cumplir mi promesa tantas veces pospuesta de salir a bailar con el primer amigo al que había conocido en persona, con lo cual maté varios pájaros de un tiro: conocí al especimen que me mataba de curiosidad, le cumplía al grandote del primer polvo en la ciudad, y salía con A (a quien no veía desde la noche de los caños con semen y el pleito reparador de la indignidad) para despedirme de él. Todo fue un desastre: el especimen llegó con un amigo igual de peculiar a él, que terminó emborrachándose esa noche y declarando abiertamente que yo le gustaba; ambos terminaron pensando que les habían caído mal a A y al amigo latino con el que este había llegado porque se habían ido de la disco sin despedirse; el especimen acabó molesto conmigo porque no me había gustado y le dije en el metro que seguíamos en contacto como amigos; el primer polvo se fue temprano porque le agarró dolor de estómago; yo le hice un desprecio a A cuando me dijo alguna grosería con respecto a la gente rara que yo había llevado a la disco (se refería al especimen y su amigo, claro), con lo cual no hubo abrazo de Navidad ni reconciliación hipócrita; y me tuve que aguantar cinco horas de música monótona y locas engreídas y totalmente tontitas dando brincos y pegando alaridos ataviados con lo último de la moda europea gay. Casi a las seis de la mañana, escuchando los pleitos y la restregada de trapos sucios entre los dos especímenes, sentado junto a ellos y viendo todo aquel mundo tan vacío y falto de proyectos de vida, recordé a B y lo extrañé en lo más profundo de mi intimidad, y lamenté dolorosamente todas las posibilidades que se evaporaron con la ruptura. También pensé en J y en su ilusión a veces un tanto desmedida pero tan encantadora que me hace sucumbir por instantes a sus mismas ganas de seguir adelante.
Me ha dado por construirme la costumbre de que, cuando salgo en la noche, me gusta quedarme en el lugar hasta que empiece a funcionar de nuevo el metro. Es una tontería que me causa más molestias que comodidades, pero yo soy así de sin grancia: me resulta más fácil esperar horas de horas con tal de irme a lo seguro en el metro a tener que buscar la forma de llegar adonde salen los buses nocturnos, por miedo a perderme, a tener que preguntar en el camino, a caminar largos trayectos, a toparse de frente con mi soledad en la ciudad oscura y habitada por zombis ebrios y drogados que marchan por inercia con los ojos desorbitados. El precio que pagué esta madrugada por semejante hábito fue que, al ser casi las 6, prendieron las luces en la disco y todas las locas corrieron desesperadas, arrastrando su superficialidad por el piso engomado de cenizas de cigarro mezclado con licor, hacia los guardarropas, y tuvimos que hacer fila por más de media hora para recoger nuestros abrigos y salir a coger el metro.
Me acaba de llegar un correo de B, en el que se despide de mí por este año, me envía los buenos deseos navideños de rigor, se autoabsuelve de su proceder en cuanto al final de nuestra relación y me saca una lágrima. Por supuesto, todo dicho con esa pasión que lo caracteriza, con su hermoso dominio de las palabras y sus conexiones. Me deja mil preguntas rondándome en la mente y otro tanto de dudas en el corazón.
¿Será cierta la paradoja que me acaba de asaltar de que la persona con la que tenés más compatibilidad en la vida resulta siendo la más incompatible para una relación de pareja? ¿Me engañaré al creer que B es el tipo con el que hubiera podido armarme una vida tan plena y tan rica, tan satisfactoria y tan estimulante, que por fin hubiera dejado de debatirme entre la entrega absoluta a una persona y el deseo por momentos incontenible de explorar otros cuerpos y otros sudores? ¿Será verdadera la sospecha de que desde la ruptura yo sigo, muy en el fondo, asumiendo emocionalmente que la separación es temporal, provocada por la distancia, y que con mi retorno se reanudará nuestra relación, a pesar de que es claro que no es ni será así? ¿Hay cimientos suficientes como para que la ilusión de J se me contagie y me mueva a lanzarme sin la falta de credibilidad que ahora me embarga?
Por lo pronto, me siento en una banca al lado del andén y espero el metro, el que nunca falla, el que me lleva a mi refugio, el que me hace separarme y alejarme de esos cuerpos sin espíritu que deambulan por la ciudad nocturna. Me encanta percibir su aproximación, su cercanía. Una energía extraña inunda el pequeño pasillo en el que lo espero. Su llegada simboliza la esperanza de que se puede huir, de que uno puede redirigir el rumbo, de que siempre se puede buscar otro destino. Me encanta el sonido de los rieles en la madrugada. Me tranquiliza. Me hace dejar de recordar.

Mientras espero el metro, solo, en una banca: http://www.youtube.com/watch?v=YhLFF_aFCoc&feature=channel_page

viernes, 12 de diciembre de 2008

5. El contacto de tus manos con mi cuerpo


Cuando me lo presentó la recepcionista, casi me da un "somenage" ahí mismo. El tipo era alto (quizás medía 1,85 m.), delgado pero fornido, con barba de tres días, guapo y con ojos de perrito regañado. Por si eso fuera poco, resultó tener la voz masculina pero suave, y un trato cordial y simpático. Primero me hizo sentarme cerca de un escritorio y me interrogó sobre padecimientos, el tipo de dolor que me había hecho llegar hasta ahí, otras lesiones y datos personales. Luego me hizo pasar a una sala con dos camillas y me pidió que me quitara la camiseta. Yo, como niño bien obediente, me la quité en un santiamén, pero él se volvió y me pidió que me quitara la camiseta de tirantes también, porque necesitaba que quedara totalmente desnudo de la cintura para arriba. Se puso detrás de mí y empezó a tocarme los hombros, la cintura, la espalda y la cabeza, como haciendo mediciones y corroborando que todo encajara. Y ahí mismo empecé a sentir escalofríos y a respirar más profundamente.
Luego me hizo acostarme boca arriba en la camilla y se sentó a mi lado. Empezó a masajearme el hombro con las yemas de los dedos, suave y delicadamente, haciendo presión en algunas partes y preguntándome cada tanto con voz grave pero tierna: "¿Te duele?" A mí poco me importaba si me dolía un carajo o no; lo único que deseaba es que siguiera y no se detuviera nunca, pero por pudor le contestaba unas veces que sí y otras que no, sobre todo para tener la oportunidad de mirarlo directamente a los ojos y verle cómo le brillaban cuando me sostenía la mirada y se sonreía al decirle que no o se apretaba los labios como preocupado al decirle que sí. Y yo deseaba sostenerle la mirada y contarle mil cosas, que me pusiera atención por siempre, pero debía disimular y dirigir los ojos al cielo raso.
Poco a poco fue bajando su mano grande y pesada por mi brazo y luego por mi antebrazo hasta llegar a la palma de mi mano, que sostenía con la suya y la abarcaba por completo, la envolvía y la masajeaba con la yema del dedo pulgar. Y así repitió ese movimiento por varios minutos, mientras yo jadeaba en silencio y me concentraba por evitar una erección. Luego se sentó de lado junto a mi cabeza, me tomó todo el brazo, me lo puso sobre su brazo izquierdo y con el derecho me lo movía en distintas direcciones y con diferente intensidad. Yo sentía el roce de sus vellos contra los míos, y también sus pectorales fuertes en la parte de mi mano que quedaba apoyada contra ellos, mientras él me tomaba con fuerza y delicadeza a la vez. "Aquí te duele, A?" -me volvía a preguntar- y yo no podía más que asentir o negarlo con la cabeza. "Vale" -me contestaba- "me dices cuando te deje de molestar".
Hoy se repitió la misma historia en la camilla, pero la intensidad y la fuerza del contacto fue aún mayor, aunque mis posibilidades de mirarlo directamente a la cara disminuyeron sensiblemente por temor a no poder disimular mi erotización. Y hoy me imaginé que, al masajearme desde el hombro hasta la palma de la mano, descuidadamente me tocaba la cadera o me acariciaba el pecho con su codo. Lo vi cambiarse de posición y colocarse a mi lado, acercarse a mí lentamente, preguntarme si me molestaba el movimiento, y aproximar tanto sus labios a los míos que se podía sentir un beso sin que nuestros labios se tocaran por completo. Y cuando me colocó mi brazo sobre el suyo, con mi mano apoyada a sus pectorales, pude sentir cómo los movía y cómo de forma muy natural mi antebrazo empezaba a sentir ya no los vellos del suyo, sino su pene duro haciendo presión por rozarme cada vez con mayor frecuencia. Y yo apenas respiraba, con los ojos cerrados, el cuerpo totalmente relajado y a punto de alcanzar una eyaculación mental. Mis manos ya no me pertenecían y mi cuerpo yacía en la camilla completamente estimulado y extasiado, sin conciencia ni dolor, sin molestias ni pudor. Estuve en el paraíso hasta que el hechizo se rompió cuando él se puso de pie y me dijo: "Vale. Lo dejamos aquí por hoy. ¿Te parece?" Estoy seguro de que se me notó en la cara la decepción producida por el final abrupto y el deseo incontenido de erotizarme hasta la saciedad, hasta perder noción de mi existencia y difuminarme en un alarido de placer, morbo y éxtasis sin control.
Así trascurren las citas con mi fisioterapeuta heterosexual, a quien acudí por una dolencia en el brazo que me moletaba al hacer casi cualquier movimiento y que, según su opinión, un especialista había diagnosticado erróneamente. Apenas puedo esperar para la próxima sesión. Ningún polvo, ningún revolcón ni ningún encuentro sexual le hace siquiera la más mínima competencia. Sin necesidad de templarme ni de regarme, he tenido el que es quizás el sexo más erótico de mi vida. Y quizás lo mejor es que el causante de mi erotización no lo sabe, no se lo imagina y tampoco le ha de interesar, porque todo el placer se ha originado del contacto de sus manos con mi cuerpo, en media hora de masaje profesional.
Ayer precisamente di con un video de youtube en el que un tipo contaba cómo, en su adolescencia, una vez se quedó en el colegio solo con su guapa profesora, quien le confesó sentirse sola y necesitada de afecto, mientras le sonreía y le decía que él parecía mayor. Cuando ella intentó una aproximación, el tipo salió corriendo. De momento se arrepintió por su timidez. Ahora, varios años después, dice sentirse feliz por su decisión, porque se ha imaginado de mil formas distintas ese encuentro con su profesora y cada vez le resulta más estimulante y placentero: hace con ella lo que quiere y de mil modos distintas, porque tiene la posibilidad de inventarse la continuación de la historia a su gusto sin tener que ceñirse a la casi siempre decepcionante realidad.
¿Qué será lo que más nos produce placer? ¿Será la posibilidad de sobrepasar los límites, de romper con el aburrido cotidiano? ¿Será en mi caso que lo que me exita más es saberlo a él heterosexual y disfrutar tanto de su contacto físico? Si todo lo que me imagino en cada sesión ocurriera de verdad, ¿sería tan extasiante ese contacto? ¿Serán sus manos grandes? ¿Será su mirada tierna? ¿Será su voz masculina que me pregunta por mi dolor con delicadeza, como lo esperaría yo de una pareja que me cuide y me chinee en mi enfermedad?
Me doy cuenta de que los encuentros sexuales suelen estar desprovistos de este erotismo que mueve el universo y nos despierta la imaginación y la creatividad. En el erotismo somos artistas, creadores, dueños de nuestro placer. En la realidad de nuestros polvos rara vez alcanzamos siquiera a ser pasionales y todo es burdo; procedemos siempre con las mismas tácticas y nos quedamos en lo conocido y funcional.
Pero en este momento no es así. Me acuesto en mi cama y recorro mi pecho con tus manos abiertas. Me acaricio los pezones y bajo lentamente hasta la cadera. Me detengo en los muslos y los glúteos; los toco con fuerza. Rozo con mis dedos mi glande y me acaricio los labios recordando el brillo intenso de tus ojos y la voluptuosidad de tus labios carnosos. Mi semen se desborda en una eclosión interminable. Es el contacto de tus manos con mi cuerpo.

Mientras me acuerdo del contacto: http://www.youtube.com/watch?v=otiSWLGco2U

martes, 9 de diciembre de 2008

4. Cuerpos involucionados


Hay que reconocer que la vida no siempre va hacia adelante. Es una mentira que nos han hecho creer. Incluso la mayoría de las personas pensaría que la evolución tiene un propósito, que está encaminada a una finalidad. Nada más falso. La evolución de las especies simplemente sucede y no significa un paso a algo mejor. No obstante, la metáfora del porvenir, del desarrollo, del cambio hacia adelante permea nuestra concepción de la vida y no queda más remedio a veces que ajustarse a ello. Lo importante en todo caso es que existe, como en todo, un movimiento antagónico: la involución. Y es en este último en el que yo me encuentro.
Cuando empecé a salir con B, todo parecía mágico y diferente. Por fin, en muchos años, volvía a dibujarse la posibilidad de una relación con alguien maduro, con educación, con proyectos de vida, con metas claras, dispuesto a embarcarse en un camino de compromiso y con ganas de querer y ser querido. B parecía además distinto en otro aspecto, uno que precisamente constituye mi mayor debilidad: era un artista. Siempre me he sentido atraído por la gente creativa y que es capaz de ver la vida de un modo más amplio, porque ha desarrollado una sensibilidad especial para captar la minucia, la emoción y la existencia más allá de números macroeconómicos y del monocromatismo cotidiano. Y B era un alma completa: actor, escritor, bailarín. Era imposible aburrirse con él: siempre había un chiste, una anécdota, una reflexión. Sabía acariciarte con una sonrisa pícara y doblegarte con una mirada tierna. Por si eso no bastara, B era guapo, inteligente, aplicado, con bonito cuerpo y simpatiquísimo. Y, por supuesto, tenía que ser diferente al resto de la humanidad de un modo incomprensible: vivía inmerso en un torbellino emocional que lo desestabilizaba cada cuanto; siempre iba más allá de lo evidente, coqueteando con sensaciones que escapan a la racionalidad, intuyendo sentimientos y pensamientos, construyendo realidades entreveradas. Nunca logramos resolver nuestro desacuerdo más básico. Hubo una pieza que nunca encajó y a la que le dimos varios nombres, tratando de entenderla y dominarla. Pero siempre la concebimos de distinta naturaleza. Para mí él era un celoso empedernido propuesto a descubrir mi infidelidad hasta en el modo en que me restregaba con el jabón. Para él yo era un mentiroso, una persona acostumbrada a mantener relaciones paralelas, insatisfecho con la relación y una persona que siempre tenía algo que ocultar. Y de tanto creernos esa imagen del otro, pienso que terminamos siendo cada uno lo que nos convencimos que éramos. Sin embargo, deseábamos creer que esa pieza al final calzaría. Días antes de mi viaje, me regaló una cajita con unos cuantos amuletos y un cuarzo que debía protegerme de la mala vibra. Ya en el aeropuerto, el día en que me despidió, me miró fijamente y me dijo: "Sí. Usted es mi mae", y esa confesión/convicción se convirtió en el lazo que nos mantendría unidos por el tiempo que fuera necesario.
Al llegar a la ciudad, me desmoroné por todo lo que había dejado atrás y por todo lo nuevo a lo que debía acostumbrarme. Y en ese proceso, B fue a quien yo recurría desesperado. Logró reconfortarme unas veces en las noches y otras en las mañanas, y me volví adicto a sus palabras por correo, a sus abrazos en el chat, a la sensación de que su cuerpo se materializaba y me cuidaba cuando me dormía apretando el cuarzo entre mis dedos. Tres semanas después, unos cuantos días pasado su cumpleaños, entró en crisis nuevamente y me dijo que ya no podía soportar mi comportamiento. Pasó una semana más y me terminó.
Mi cuerpo se vio entonces de nuevo lanzado a la deriva. Su mensaje me despojó de la seguridad que me había sostenido, y sentí de nuevo la desgarradora soledad y la necesidad insaciable de buscar compañía. Y en esta búsqueda desordenada y sin propósito, mi cuerpo se ha desesperado tratando de querer lo que no quiere, encontrando lo que no busca y buscando lo que no encuentra. La ciudad ha expandido mis fronteras y mi cuerpo se ha ido, poco a poco, pero sin remedio, acoplando a su nuevo hábitat. La imagen de B aparece en todo lo que hago, pero cada día es más borrosa. Cada mensaje suyo, seco y lacónico, me aleja aún más de él.
Me doy cuenta de que he involucionado. Nuevamente me encuentro cazando carne joven, mucho más fresca que yo. Otra vez el sexo es sexo y la voluntad flaquea. De nuevo las noches se hacen eternas porque mi cuerpo reclama otro cuerpo a su lado. La masturbación no es más que un escape, y cuanto más rápida mejor. Los cuerpos masculinos en la ciudad dejan de ser amigos potenciales para convertirse siempre, inevitablemente, en polvos ansiados. La promiscuidad es la más grande de las soledades, decía Gabo. Yo le creo.
Pero no solo cambió mi perspectiva de los cuerpos. También mi modo de ver la ciudad y de relacionarme con ella se vio alterado por completo. La ciudad dejó de ser un disfrute con plazo a un año. Ya no era más un plan trazado para compartirlo plenamente con alguien. De repente, dejó de existir en función de su visita. Yo tuve que aprender a vivir la ciudad en un presente inacabable; gozarla para mí solo y abarcarla con la limitación de mi diaria búsqueda de aprovechar el tiempo conmigo mismo. La ciudad se materializó y los cuerpos que la habitan cayeron repentinamente al suelo y fueron carne, y fueron huesos, y fueron sexo.
Curiosa descendencia la de la raíz latina 'volutio', que cuenta entre sus miembros más destacados a la 'evolución' (paso gradual de un estado a otro), 'revolución' (cambio violento, rápido y profundo), devolución (restituir algo), y uno menos farandulero: la involución (retroceso a un estado anterior). Todas ellas tienen el mismo origen. ¿Cuál es la fina línea que separa la evolución de la involución? ¿Serán realmente dos movimientos contrarios o más bien se tratará del mismo devenir del tiempo apreciado desde dos ópticas? ¿Es la evolución realmente el miembro positivo de la familia y la involución, la oveja negra? ¿No será que la vida, al fin y al cabo, es siempre un eterno retorno, con lo cual la involución y la evolución se convierten en un solo movimiento con dos facetas, cada una de las cuales le da origen a la otra?
En una noche como esta, mi cuerpo ya no es más un eslabón en la terrible marcha del progreso. Mis contornos se achican conforme la ciudad se agranda. El porvenir no es otra cosa que un calco simplón y pasco del pasado. Los cuerpos caminan hacia atrás, con la mirada perdida en el ocaso. Y yo me acurruco, me hago un puño, mi cuerpo se repliega y toda la materia se va hacia dentro. El universo ha terminado su movimiento expansivo y ahora comienza a ensimismarse de nuevo. Afuera, en la ciudad, llueve y hace frío. Quizás B todavía lo sienta, quizás lo intuya, quizás lo entienda...

Mientras me duermo pensando en todo lo que he retrocedido en comparación con lo esperaba de mi relación con B: http://www.youtube.com/watch?v=oEDn5hHwKVw

martes, 2 de diciembre de 2008

3. Cibercuerpos


Paralelamente a la vida "en carne y hueso" en la ciudad se desarrolla la vida virtual por internet. Y, claro, como es lógico que suceda, el tamaño de la virtualidad es proporcional al tamaño de la realidad. O, dicho de otro modo, la cantidad de carne virtual es proporcional a la cantidad de carne real. Toda una ciudad, con habitantes propios, costumbres propias, vicios propios y sexos propios habita en la virtualidad, que no es lo mismo que decir convive, porque cada uno suele llevar su existencia virtual a solas, intercambiando cibersexo unos, manteniendo ciberrelaciones amorosas otros, y creando ciberamigos los menos. Incluso hay quien es presa de ciberdepresiones, porque termina con su pareja virtual y ya no sabe qué hacer con los espacios de soledad que le ha dejado la ciberruptura. Es tedioso y encantador a la vez. Desarrolla uno varias personalidades virtuales y se hace de contactos que no existen fuera de la computadora y que constantemente te prometen que el momento de respirar a tu lado y de parpadear mientras se intercambian palabras se materializará muy pronto.
Es curioso, pero recién me doy cuenta de que he pasado más horas en estos meses viviendo la ciberciudad que la ciudad real y apenas si me reconozco. Hoy me entró por pensar que me estoy convirtiendo en una ciberpersona, y el siguiente paso será sin duda que empiece a experimentar cibersentimientos y ciberamor, y el caos vendrá cuando me conforme con el cibercariño y una que otra cibersonrisa perdida en el universo de chips y routers. Y entiendo que todo comenzó recién llegado, desde el primer día que pisé el suelo real y empecé a chatear con B; ahí mi relación real se hizo virtual, y yo lloraba y no entendía por qué el consuelo venía compactado en palabras escritas y yo tenía que descargar la compañía con posibilidades de fallos en la transmisión, y tenía que aceptar el cariño con una restricción de velocidad por minuto. Cuando B me terminó, lo hizo también por medios electrónicos, en un correo, así que ahí se me mezcló por completo la vida real con la vida virtual, y ya no supe más cuál era cuál, pues lo que había empezado con roces y abrazos acabó con un cuadrito en el que tuve que dar click para abrir la muy desagradable noticia. Después de eso, el amor se me convirtió en tecla y la ilusión en pantalla. Y cohabito ahora un espacio irreal, en el que no hay tiempo ni fronteras. Y mis vecinos son humanos virtuales, de todo tipo y pasión. Me los encuentro cada tanto en este universo y son siempre los mismos contornos, con la misma ropa y la misma sonrisa de hace semanas. No se mueven y eso a veces me espanta. También tenemos visitantes, y creo que hasta mascotas.
He intercambiado palabras con un turista europeo que se declara bisexual pero que vino a la ciudad a coger con cuanto gay se cruzara en su camino. Al principio su perfil decía simplemente que buscaba sexo. Días después leí que estaba harto de las reinas de la ciudad, contoneándose y mostrando sus zapatitos. No entendí bien a qué se refería, pero intuí que estaba muy molesto. No me quedé con las ganas y se lo pregunté. "Es que llevo días tratando de quedar con estos tipos para cogérmelos, pero ninguno pasa de mensajitos aquí y mensajitos allá; son unas reinitas calientapollas"-me dijo. Me lo encontré el fin de semana mucho más animado y me explicó que había descubierto por fin dónde se encuentran tipos para coger: ¡en los saunas!, después de las 5 de la madrugada. La noche anterior se había cogido a tres tipos en un sauna y a otros dos en otro, y esa misma noche estaba determinado a salir a cogerse otro buen contingente. Este cibercogedor no soportó la existencia en la ciudad virtual y salió despavorido a buscar carne con nervios en lugar de cables, penes con semen en lugar de bytes, bocas con lengua en lugar de chips, y cuerpos que gimieran en lugar de indicar placer por medio de una carita feliz. La ciudad virtual no es para todo el mundo.
Ya tengo todo un conjunto de ciberamigos y uno que otro ciberprometido que se diluye en la pantalla al poco tiempo. Muchos expresan querer sexo con sudor, pero temen oprimir el 'enter' y no pasan de darle un toque al espaciador. En la ciudad virtual, aún no se cae el sistema, pero nos aterra a todos esa posibilidad. Conozco todos los días gente nueva que vive de anhelar contacto físico con un cuerpo que perciba, de extrañar el olor a carne que transpira, de sufrir la ausencia de labios que se muevan, de extrañar una caricia con una mano que se sienta, y de desear un abrazo en el que se perciba la palpitación.
¿A qué se debe esta nueva forma de existencia? ¿Qué miedos oculta este nuevo modo de compartir? ¿Cómo se verán transformados el amor y el sexo cuando la virtualidad nos absorba por completo? ¿Cabrán nuestras vidas en un disco regrabable? ¿Sabrán los besos a programa predeterminado?
En la ciudad virtual mi cibercuerpo se deshace. Me veo a mí mismo casi como un holograma. Me pierdo en tus brazos virtuales, pero no encuentro amor ni calor ni ternura. Se desvanecen mis cálidos contornos. Me fundo con el teclado y mis ojos serán la pantalla. No aguardo más por vos. No puedo. Me he perdido en la red de existencias irreales y no hallo la manera de escaparme. Me gusta y me aterra ser ahora un ser binario, mi existencia está codificada en 1 y 0, y yo quisiera ser al menos 2 y mucho más que números enteros. Pero soy ahora 1 y 0 combinados infinitamente, que es como decir que soy un 1 perpetuo, o quizás ni siquiera eso: quizás soy 0...definitivamente en este momento soy cero... la ciudad virtual me sigue tragando... y yo lloro y viajo infinitamente por la irrealidad de tu recuerdo.

Mientras me fundo con el teclado y me desvanezco: http://www.youtube.com/watch?v=pBwO_LzvvO4