jueves, 28 de mayo de 2009

14. Extraños íntimos


Suelo disfrutar de las sorpresas que me encuentro cuando busco otra cosa. Por lo general, me pasa cuando voy a una exposición de arte o una presentación teatral y me topo con exhibiciones que no me esperaba o con obras muy distintas a lo que tenía en mente. Por ejemplo, hace unas dos semanas fui a ver una exposición de un artista surrealista y en el mismo edificio me encontré una de fotografías de la ciudad de Nueva York, un retrato de la urbe y de su gente a lo largo de todo el siglo XX. En la entrada, la información de bienvenida estampada en la pared decía algo que me dio la clave para interpretar el tiempo que he pasado en esta gran ciudad: Nueva York, al igual que la ciudad donde habito temporalmente, como todas las grandes urbes, como todos los barrios de nuestro tiempo, se caracteriza porque quienes la habitan son extraños íntimos. Esto es, estamos rodeados por personas que se nos llegan a hacer familiares a punta de verlas todos los días, de intercambiar miradas soslayadas en la acera y suspiros en el ascensor con la vista agachada para que no se nos pueda ver de cerca la humanidad. Sí, somos todos desconocidos conocidos, vecinos anónimos, compañeros que no nos acompañamos, cohabitantes que no cohabitamos, íntimos que no intiman, extraños que no se extrañan…
Si algo ha residido en mi cuerpo todo este tiempo es una sensación omnipresente de soledad que, a diferencia de la de Milanés, no se siente acompañada, porque no hay cerca alguien con el corazón que pueda acompañarla. Y entonces mi estadía aquí ha sido un encierro solitario: da igual que me quede en el cuarto con la puerta cerrada o que me siente en un parque por el que transitan cientos de personas. Cambia el escenario, pero no los actores, porque en realidad soy yo quien hace todos los papeles, y los demás seres (humanos) no son más que relleno, actores secundarios que aparecen y desaparecen constantemente para crear la ilusión de que el único protagonista está en una gran ciudad y que sus monólogos son diálogos aunque sin interlocutor. Durante estos meses, por breves espacios ha aparecido un actor invitado que cambia la sazón de la historia. Y así es como R fue protagónica en Múnich y A en Lisboa, y ambos me inundaron de comprensión y cariño. Sin embargo, da la sensación de que su participación tiene como finalidad acentuar la ausencia que constituye mi habitualidad ahora. Parece que llegan, me desbordan y luego se desvanecen en el transcurrir eterno de la nada, cuando regreso a la cotidiana vida de esta ciudad.
Quizás el estar rodeado de extraños íntimos no se me habría hecho tan patente si no fuera por la visita de R. Si ya D y C habían traído con ellos vestigios de mi vida cómoda y feliz en la incesante tormenta del trópico, R me trastocó todo apenas apareció en el aeropuerto. Cuando nos vimos, era como si nunca me hubiera ido y como si apenas el día antes hubiéramos estado tomando café. En ese momento tuve la sensación de que por fin en mucho tiempo no estaba ante un extraño, sino todo lo contrario: si alguien me conoce y me enfrenta a mí mismo sin proponérselo, si alguien me desenmascara sin pretenderlo y me quiere sin tapujos, si alguien me acompaña aún estando ausente, ese es R. Y con R el cuarto se me convirtió en vecindario habitado por amigos, y la ciudad se volvió espacio íntimo compartido con seres queridos.
Con R no me hacía falta tratar de ser buen anfitrión, porque simplemente debía comportarme de forma natural con él. De pronto ya mi cama dejó de ser mi cama y me encontré durmiendo en el piso sin darme cuenta. De repente, dejé de lado mi natural territorialidad y me tomé unos días de vacaciones de mí mismo. Y lo mejor era que con R podía hacer todo sin miedo a juzgamientos ni serruchadas de piso posteriores. Fuimos a desgastar calles y aceras, a manosear historias personales y otras robadas de libros, y el sexo en la gran ciudad se hizo gracioso porque tenía un cómplice perfecto.
R tiene la capacidad extraña de hacer que los desconocidos se vuelvan personas íntimas en pocos segundos. Así nos pasó cuando fuimos al sauna y al rato me lo encontré hablando con un francés en inglés. Aquello no era Babel, en absoluto, porque llegaban repetidas veces a acuerdos con respecto a temas totalmente diferentes en la mente de cada uno. Y así pasaron varias horas riéndose, preguntándose y respondiéndose, aunque ninguno de los dos supo en realidad de qué hablaba el otro. Yo simplemente los escuchaba y me sorprendía al darme cuenta de que uno respondía algo totalmente distinto a lo que el otro le preguntaba, pero el que preguntó entendía que le estaban respondiendo lo que había preguntado y al final concordaban y se reían, pero era como si uno estuviera hablando de física cuántica y el otro del peinado de Madona. No puedo imaginarme una conversación más cooperativa, en la que cada quien entiende lo que quiere creer que el otro dijo, descifrando el mensaje del otro como si se tratara de un viejo conocido. Así es R. Solo a él conozco que pueda hacer algo tan fascinante como comunicarse sin comunicarse. Y cuento esto enfantizando que lo considero una virtud, un don, una habilidad.
El día que lo llevé al bar de desnudo total estaba como congelado. No sabía qué hacer ni cómo comportarse. Fue graciosísimo porque nunca lo había visto tan fuera de onda. Claro, lo que para mí hubiera sido una experiencia traumática, al final para él se convirtió en una experiencia nueva a la que se lanzó sin prejuicios y llevándose todo por delante.
Una vez conquistada mi ciudad, nos fuimos unos días a otra ciudad, y nos quedamos en un cucarachero por ser el único precio cómodo que encontramos. Ahí hicimos vida de turistas y nos portamos súper bien, no sé si a falta de opciones o porque el clima era tan malo que amenazaba con enfermarnos a los dos ante el menor intento de desacato. Y lo mejor fue que no importó, porque la pasamos súper bien viendo tele en el cuchitril o comiendo en cualquier rincón, paseando por la playa o corriendo bajo una sombrilla despedazada, como es lo habitual en mí. R se fue por dos semanas y me dejó de nuevo solo en la ciudad, pero no importaba porque sabía que nos quedaba todo un fin de semana juntos después. Y así fue y esta vez hicimos vida cultural y nos la pasamos genial con solo cosas simples: una película en la noche, una botella de agua en un bar, una conversación larga y tendida en una banca de un parque, un viaje en bus a una de las maravillas del mundo que había visto él de niño en un libro que tenía su papá y que él ansiaba conocer, un desayuno de huevos con salchichas y varias cenas de sopa de pollo con verduras. Con R recuperé mi vida por unas pocas horas y me encontré otra vez siendo yo mismo, con espontaneidad y comodidad.
Cuando lo acompañé al aeropuerto, me peleé con dos personas diferentes por el mal trato que nos dieron (o sea, lo normal en esta ciudad), cosa que nunca había hecho. Creo que me envalentoné porque me sentía apoyado. Aunque también pienso que lo que me molestó es que lo trataran mal a él en particular. No sé.
Hay personas con las que existe una relación íntima y cómplice, que no cambia a pesar de la distancia ni del tiempo. Son a esas personas que no te permiten perderte en el mar de concreto e indiferencia, ni refugiarte en los cuerpos extraños por siempre y diluirte en la inmensidad de la nada, a las que llamamos amigos, verdaderos amigos, amigos del alma. Tomamos conciencia de cuándo vivimos rodeados de extraños íntimos solo en el momento en que nuestros seres más cercanos se aparecen para recordarnos que la compañía no es amanecer junto a otro cuerpo, sino amanecer solos con la sensación de que alguien a kilómetros de distancia sí nos entiende y nos recuerda, con la certeza de que ese alguien piensa en nosotros de vez en cuando y nos echa de menos tanto cuando un cielo gris amenaza con desparramarse sin reparos como cuando el sol calienta y el suelo es verde, y se ríe y se llena de nostalgia, y espera verte pronto otra vez, ojalá muy pronto.

Mientras voy en el ascensor y me siento rodeado solo de extraños: http://www.youtube.com/watch?v=02VJ-Y1IXzI&feature=channel_page