domingo, 21 de diciembre de 2008

6. El sonido de los rieles en la madrugada


Presenciar la materialización de los cibercuerpos es la experiencia más parecida que he tenido en mi vida a un contacto parasicológico con espectros, fantasmas y todo esa especie de bichos incorpóreos. Y yo siempre he sido torpe para esos encuentros, así que me dan ansias y termino arrepintiéndome a última hora. Quizás la razón sea que mis expectativas para todo en la vida siempre son muy altas: espero mucho de la gente, espero bastante de la vida y, sobre todo, espero demasiado de mí mismo. Como resultado, la gente me termina pareciendo por lo general muy sosa; la vida, bastante insatisfactoria; y yo mismo, demasiado simplón y nada a la altura de mis pretensiones. Para empeorarlo todo, cuando se trata de conocer en carne y hueso a entidades que siempre han existido en la virtualidad, me hago unos enredos internos y me debato siempre entre el deseo y la negativa.
El primero que se corporeizó fue uno que había contactado antes de venir y con el que había hecho planes de compartir apartamento. No se pudo por diversas razones, pero al llegar aquí nos pusimos de acuerdo y nos conocimos. Siempre tengo la impresión de que yo resulto siendo más decepcionante para ellos que ellos para mí. Serán problemas de autoestima, supongo. El punto es que nos encontramos en el centro de la ciudad y pude notar una cierta sorpresa en sus ojos situados a medio metro de altura sobre mi frente. No puedo decir que no fuera guapo, pero definitivamente no era el tipo con el que hubiera deseado vivir aquí, por muy bien que me caiga para verlo unas dos horas a la semana en plan amigos. Con él hubo manoseada la primera noche y plan cariño al acostarnos y al despertarnos, pero no cuajó nada más. Tal vez haya sido que la ruptura con B estaba cruda (rectifico: definitivamente esa fue la causa principal de mi parte). Tal vez simplemente no se podía levantar el andamiaje de una relación cuando de entrada los sentimientos no calzaban ni las ganas daban para más que un polvo más lleno de morbo que de deseo.
Para mi sorpresa, he de reconocerlo, la materialización de J ha sido algo distinta. Nos pusimos de acuerdo para un café un día en que los dos estábamos disfrutando de un rato de paseo por la ciberciudad y yo le envié un comentario sobre algo que me pareció muy lindo en la descripción de su perfil. Me contestó inmediatamente que yo le daba la impresión de ser alguien del que podía aprender algo en la vida, y me invitó a conocernos. Quedamos de vernos en la boca del metro cerca de donde estaba él, sin ninguna seña. Cuando llegué, vi a un tipo joven que daba vueltas alrededor. Me pareció muy guapo y sospeché que era él, así que me le quedé viendo. Él me miró de repente, me examinó un poco y siguió dando vueltas de león desesperado. Supose que lo había decepcionado y que se hacía el loco. La paz me regresó cuando salieron dos del metro y él los saludó de beso y se marcharon juntos. Al rato apareció J, con su sonrisa de chiquillo tierno y una espontaneidad que roza casi en ingenuidad. Me saludó con un beso en cada mejilla y sin más protocolo empezó a contarme de sus proyectos, de su vida y de su día. Luego fuimos al apartamento de un amigo suyo, con el que se quedaba ese fin de semana, porque resultaba ser que no era de esta ciudad, lo cual inmediatamente lo calificaba como un amigo o como un polvo de viernes. Mi pronóstico falló, porque, pese a no haber tenido oportunidad de nada más que una manoseada esa noche y unos cuantos besos las siguientes, terminé en otra ciudad oyéndolo cantar y chateando con él todos los días, en plan amigos cariñosos.
Ayer salí con otro de mis amigos virtuales, uno que conocí a los pocos días de haber llegado y que siempre me pareció particularmente extraño. Accedí al encuentro más por curiosidad que por ganas de sexo, aunque en las fotos se veía muy apetitoso. De todas formas mis enredos con J me tienen un poco desorientado y me cuesta determinar con certeza adónde me dirijo, pero quería salir a una disco y cumplir mi promesa tantas veces pospuesta de salir a bailar con el primer amigo al que había conocido en persona, con lo cual maté varios pájaros de un tiro: conocí al especimen que me mataba de curiosidad, le cumplía al grandote del primer polvo en la ciudad, y salía con A (a quien no veía desde la noche de los caños con semen y el pleito reparador de la indignidad) para despedirme de él. Todo fue un desastre: el especimen llegó con un amigo igual de peculiar a él, que terminó emborrachándose esa noche y declarando abiertamente que yo le gustaba; ambos terminaron pensando que les habían caído mal a A y al amigo latino con el que este había llegado porque se habían ido de la disco sin despedirse; el especimen acabó molesto conmigo porque no me había gustado y le dije en el metro que seguíamos en contacto como amigos; el primer polvo se fue temprano porque le agarró dolor de estómago; yo le hice un desprecio a A cuando me dijo alguna grosería con respecto a la gente rara que yo había llevado a la disco (se refería al especimen y su amigo, claro), con lo cual no hubo abrazo de Navidad ni reconciliación hipócrita; y me tuve que aguantar cinco horas de música monótona y locas engreídas y totalmente tontitas dando brincos y pegando alaridos ataviados con lo último de la moda europea gay. Casi a las seis de la mañana, escuchando los pleitos y la restregada de trapos sucios entre los dos especímenes, sentado junto a ellos y viendo todo aquel mundo tan vacío y falto de proyectos de vida, recordé a B y lo extrañé en lo más profundo de mi intimidad, y lamenté dolorosamente todas las posibilidades que se evaporaron con la ruptura. También pensé en J y en su ilusión a veces un tanto desmedida pero tan encantadora que me hace sucumbir por instantes a sus mismas ganas de seguir adelante.
Me ha dado por construirme la costumbre de que, cuando salgo en la noche, me gusta quedarme en el lugar hasta que empiece a funcionar de nuevo el metro. Es una tontería que me causa más molestias que comodidades, pero yo soy así de sin grancia: me resulta más fácil esperar horas de horas con tal de irme a lo seguro en el metro a tener que buscar la forma de llegar adonde salen los buses nocturnos, por miedo a perderme, a tener que preguntar en el camino, a caminar largos trayectos, a toparse de frente con mi soledad en la ciudad oscura y habitada por zombis ebrios y drogados que marchan por inercia con los ojos desorbitados. El precio que pagué esta madrugada por semejante hábito fue que, al ser casi las 6, prendieron las luces en la disco y todas las locas corrieron desesperadas, arrastrando su superficialidad por el piso engomado de cenizas de cigarro mezclado con licor, hacia los guardarropas, y tuvimos que hacer fila por más de media hora para recoger nuestros abrigos y salir a coger el metro.
Me acaba de llegar un correo de B, en el que se despide de mí por este año, me envía los buenos deseos navideños de rigor, se autoabsuelve de su proceder en cuanto al final de nuestra relación y me saca una lágrima. Por supuesto, todo dicho con esa pasión que lo caracteriza, con su hermoso dominio de las palabras y sus conexiones. Me deja mil preguntas rondándome en la mente y otro tanto de dudas en el corazón.
¿Será cierta la paradoja que me acaba de asaltar de que la persona con la que tenés más compatibilidad en la vida resulta siendo la más incompatible para una relación de pareja? ¿Me engañaré al creer que B es el tipo con el que hubiera podido armarme una vida tan plena y tan rica, tan satisfactoria y tan estimulante, que por fin hubiera dejado de debatirme entre la entrega absoluta a una persona y el deseo por momentos incontenible de explorar otros cuerpos y otros sudores? ¿Será verdadera la sospecha de que desde la ruptura yo sigo, muy en el fondo, asumiendo emocionalmente que la separación es temporal, provocada por la distancia, y que con mi retorno se reanudará nuestra relación, a pesar de que es claro que no es ni será así? ¿Hay cimientos suficientes como para que la ilusión de J se me contagie y me mueva a lanzarme sin la falta de credibilidad que ahora me embarga?
Por lo pronto, me siento en una banca al lado del andén y espero el metro, el que nunca falla, el que me lleva a mi refugio, el que me hace separarme y alejarme de esos cuerpos sin espíritu que deambulan por la ciudad nocturna. Me encanta percibir su aproximación, su cercanía. Una energía extraña inunda el pequeño pasillo en el que lo espero. Su llegada simboliza la esperanza de que se puede huir, de que uno puede redirigir el rumbo, de que siempre se puede buscar otro destino. Me encanta el sonido de los rieles en la madrugada. Me tranquiliza. Me hace dejar de recordar.

Mientras espero el metro, solo, en una banca: http://www.youtube.com/watch?v=YhLFF_aFCoc&feature=channel_page

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