domingo, 30 de noviembre de 2008

2. Caños con semen de otoño


C vino decidido a arrasar con todo y a sacarse hasta la última gota de semen que se almacenara en su cuerpo. Yo andaba como sin muchas ganas de salir, en parte por el asqueroso clima y en parte por la desvelada de la noche anterior. Es que volver a la casa a las 7 de la mañana no es algo que me resulte normal todavía. En fin, me quedé todo el día en el cuarto pereceando y navegando, mientras C se movía de un lado a otro, masticando libros, prendiendo y apagando la tele, llamando a amigos, y desesperándose. A eso de las 11 de la noche salimos a comer con A y un amigo de él al centro. Los planes de C y míos eran ir luego a un bar donde la gente anda en ropa interior y el sexo es casi seguro, porque bien que mal yo tenía que seguir aprovechando mi pretexto perfecto para putear. En estos lugares, a fin de cuentas, la mercancía se exhibe en paquetitos con abrefácil y uno puede examinar el producto antes de comprarlo, así que era la oportunidad perfecta para salir a examinar la producción nacional.
En el restaurante la pasamos muy bien, pero luego nos cayó de repente el desánimo: varias gotas empezaron a desprenderse del cielo grisáceo y el malparido viento invernal se empecinó en inmiscuirse entre nuestras ropas. Y, como si eso fuera poco, a mí se me había quedado el papelito con la dirección del bar en la casa, así que A aprovechó la situación para empezar a tratarme como inepto y a culparme por el descuido, el clima y su frustración de loca sin coger en meses. Prácticamente me obligó a preguntar por la dirección en la calle y ahí nos indicaron que buscáramos la estación de metro T. A se fue adelante, caminando como desquiciado, mientras se le escurrían maldiciones contra la situación y los caños se inundaban de lluvia. Caminó tan de prisa que obviamente llegó al final de una calle larguísima y no encontramos nada. Claro, se volvió hacia mí y volvió a gritarme. En ese momento ya no pude aguantarme y descargué ahí mismo todo el enojo que me había tragado en dos meses: lo llamé estúpido como mil veces, le dije que nadie lo había invitado a salir así que podía irse por donde mejor le pareciera y, casi que en posición de meterle un puñetazo, me le planté enfrente y le grité. Se quedó callado, dio media vuelta y se fue. Cierto era que me había recibido en su cuarto cuando recién llegué al país, pero desde el inicio todo habían sido humillaciones: que qué inútil, que qué esperaba para encontrar una habitación en otro lugar, que parecía tonto sin saber usar el metro, que cuándo iba a aprender a manejarme en una ciudad de verdad, que él tenía la piel clara y yo no era tan guapo por tenerla oscura… Y por eso salí de su piso tan pronto como pude. Aguanté viéndolo una vez por semana o cada quince días, en parte porque era el único cuerpo con palabras que conocía, en parte también porque éramos amigos de años y antes las cosas no habían sido así. Pero con los días me fui distanciando, sobre todo después de que a B se le ocurrió la genial idea de terminarme en un correo y yo me vi obligado a entregarle mi cuerpo a la ciudad, con lo cual fui conociendo otros cuerpos y otras carnes, pero poco más que eso.
Seguí buscando el bendito bar por todos lados con C, quien cada vez se inquietaba más porque se hacía tarde y no podía imaginarse una noche en la gran ciudad sin que lo destazaran en una cogida. Yo, claro, andaba malhumorado por el pleito con A y el hijueputa clima que amenazaba con enfermarme otra vez, así que le hablaba feo y le contestaba peor. Arrastramos nuestras respectivas frustraciones por varias calles y nos mojamos la solidaridad en varios caños, sin que diéramos con el lugar. Al final nos topamos un sauna y le dije que ahí podía encontrar quien se la insertara. El pobre no quiso y se empeñó en que siguiéramos buscando. Luego de un gran rato, con los pezones parados del frío, los labios reventados, las uñas moradas, el pelo escurrido y los pies rajados de tanto caminar, nos metimos en un bar al que habíamos ido la primera noche de C en la ciudad y en el que se tiene sexo a la vista, paciencia y disgusto de todos. El lugar patético y los tipos repatéticos. Hay que tener estómago para ver lo que ahí se cuece: no era tan solo carne como en el sauna, sino que abundaba el pellejo y el colesterol envueltos en cuero y amarraditos con cadenas. Yo me quedé en una esquinita camuflado, pero luego me entraron ganas de orinar y me acerqué al baño. Craso error: al darme vuelta por puro reflejo mientras hacía fila, vi que un tipo nada agraciado se había sacado la picha y me la estaba restregando por el pantalón a la altura de la pierna. Obviamente, preferí sacrificar la salud de mi vejiga a permitir que mi pobrecito y queridísimo jeans compañero fiel de putería sufriera semejante violación. Bajé y me encontré a C desesperado y decepcionado, porque esperaba que aquello fuera una jauría de osos luchando por engullírselo ahí mismo. ¡Es que tiene cada gusto!
Terminamos caminando de nuevo para tomar el bus nocturno, C pensando que la noche había sido un desperdicio, yo tratando de arrojar mis cóleras a esos caños olorosos y empapados de otoño para que no se me helaran en el corazón. Y estallé de nuevo cuando C me dijo que yo tenía que coger más con hombres, superar un poco la etapa del sexo con mi mano y cortar con el chat que no me llevaba a nada, sobre todo estando en una ciudad como esta. Me volví y le contesté con rabia: por lo menos en el chat no te pegan el sida ni el herpes ni la sífilis. Y me arrepentí de inmediato de mis palabras. Y deseé que se escurrieran por el alcantarillado tan rápido como fuera posible.
¿Por qué asociamos que aprovechar la ciudad es salir a buscar con quién coger? ¿Por qué será que al final nuestra recreación se resume en pescar, ligar, mamar, penetrar y regarse? ¿Es eso lo que ofrece la ciudad para mis días y mi cuerpo debería arrojarse de bruces a los caños de otoño, plagados de semen alcoholizado y de lluvia erotizada?
Ayer la noche derramó todo su semen sobre las calles, pero no encontró una forma de fecundar la amistad. Tampoco hallaron terreno apto el sexo ni la perversión. Se anegaron tan solo los caños con semen de otoño, semen de frustración y de enojo, semen de amistades rotas y dignidades quizás recuperadas, lluvia, sí, eso, semen, que no es lo mismo que amor.

Mientras camino a coger el bus y el agua corre por los caños: http://www.youtube.com/watch?v=Jkoet1l8OJ0

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