sábado, 7 de febrero de 2009

8. La flor más débil del jardín


Según lo planeado, dejé la ciudad para irme primero a pasar los últimos días del año a otras ciudades y recibir el año nuevo con un viejo amor. Ahora que lo pienso mejor, en realidad había un viejo amor en cada lugar adonde fui.
Los primeros días, estuve con la persona que me rescató de la relación más nociva que he vivido y que al mismo tiempo me hundió en una de mis peores depresiones, de la que salí revitalizado y renovado, como suele suceder en esos casos. Hace meses, cuando me dirigía a su encuentro por primera vez aquí, temía no poderme contener en mis deseos sexuales y en mi recuerdo del incontrolable encanto que solía producir en mí, con el agravante de que aún estaba en una relación con B y el cargo de conciencia de serle infiel no me dejaba vivir en paz. Al llegar, me di cuenta de inmediato que LC era ahora solo un cuerpo, como quizás lo había sido siempre, sin mayor gloria que su buen estado de conservación pese a la edad y sin mayor encanto que su empeño por ser buena persona. Hablamos mucho y recordamos algo, y una noche, caminando al lado del mar, reconoció que nunca se había enamorado en realidad, ni siquiera del tipo que supuestamente le había robado el corazón y por el que me dejó, de forma bastante vil, después de dos meses de perfecta armonía e ilusión: por medio de un correo electrónico y sin derecho de respuesta. Esa primera vez descubrí que, pese a su bondad, la idealización con la que yo lo había mantenido por años no me hacía justicia: no era ni el adonis de mis sueños ni el tipo seguro que jugaba con el mundo en sus manos. Por fin, después de tantos años, pude ver que LC era simplemente un hombre bueno y sencillo, nada intelectual ni tampoco muy sensato, poco entregado, y sí muy aficionado a escapar. La segunda vez, entonces, llegué sin ninguna expectativa y, ya con B perdido en la distancia del desencanto (al fin y al cabo me había terminado del mismo modo que LC y cada día el hechizo que me ligaba a él se distorsionaba más), me cogí a LC con todas las ganas y de alguna manera lo utilicé como solo un cuerpo, receptor de mi miembro y de mi semen, tan solo eso: un hueco con carne y hueso, al que disfruté sin ningún sentimiento, sin ningún aprecio profundo siquiera.
Un día de esos, mientras LC trabajaba, aproveché para ir a la ciudad de J, que está muy cerca. Aproveché mucho ese día y pude conocer una ciudad con un encanto muy distinto al de la ciudad con la que mi cuerpo ha llegado a fusionarse. Esa tarde me cogí a J en la parte de atrás de su carro, después de tanta insistencia de su parte. Como él vive con su familia y no ha habido ninguna oportunidad, me convenció de que fuéramos a un lugar deshabitado, a la orilla de la calle, y que me lo cogiera allí. Fue súper incómodo, y me sentí devuelto a los tiempos de putería en el carro, cuando recién me lo compré tras la ruptura precisamente con LC. En fin, fue un polvo estresante (siempre que pasaba un carro por la calle me entraba el miedo de que nos vieran) y poco reparador.
Luego fui a otras ciudades en las que sexo se dice en otras lenguas y los cuerpos son algo pálidos y más altos y robustos. Pese a las posibilidades que se vislumbraban de aprender sobre la sexualidad en otro idioma, caí enfermo el primer día y estuve en cama y con fiebre por los siguientes tres. Eso sí, no hay mal que por bien no venga, porque pude pasar todo ese tiempo atendido y chineado por otro viejo amor, ahora madre y esposa, pero igual de dulce e íntima que siempre. R me alimentó, me entretuvo con sus historias y reflexiones sobre la vida, compartió conmigo las cosas del alma y no me juzgó ni un solo instante. Esos amores son los que realmente valen la pena. Y con ella recordé una conversación que había tenido muchos años atrás con P, quien me contó que, cuando era niña, tenía que quedarse encerrada en la casa mientras los demás niños del barrio salían a correr y jugar, porque sus ataques de asma y sus frecuentes enfermedades le impedían salir a ensuciarse y romperse las rodillas como los demás. Ese día los dos andábamos depre porque estábamos enfermos y ella recordó un pensamiento que la había agobiado toda su infancia y que la seguía acompañando como esos malos fantasmas que nos cubren de por vida con un halo de miseria: ella era la flor más débil del jardín, la que no suelta aroma ni luce espléndida en medio de las demás flores, la que nadie corta porque es demasiado ordinaria, la que se marchita con facilidad y se muere pronto. Y yo me sentí identificado...
Días después volé a encontrarme con otro viejo amor, que había convivido conmigo unas cuantas semanas acoplando su cuerpo con el mío cuando le apetecía o no podía resistir por más tiempo la abstinencia, regalándome momentos de muy grata charla, riéndose conmigo ante la pantalla proyectora de una película o una serie, y negándome siempre el cariño o cualquier muestra de afecto que fuera más allá de la amistad o del sexo. Me carcomía la ansiedad de reencontrarme con él, esta vez en casa de su pareja, a quien yo había conocido por encima y cuya imagen siempre se me materializaba en la mente cuando tenía sexo con T. No tenía expectativas de volver a recorrer su cuerpo ni de que me diera el cariño que siempre eché de menos, pero necesitaba verlo para saber que estaba bien y para romper el encanto. Estoy convencido de que es necesario y sano reencontrarte con tus amores, tus exparejas y tus polvos especiales tiempo después, para darte cuenta de que no eran ni la mitad de lo maravillosos que te habías empecinado en creer, sino cuerpos y personas normales, que se cruzaron en tu vida en el momento requerido y que o enrumbaron tu camino o repararon alguna avería que no te dejaba andar libremente o te enseñaron alguna de esas minucias fundamentales de la vida. Tan solo eso las hace especiales, pero no indispensables, como nos parece cuando se alejan y el universo se derrumba frente a nuestros pies.
En fin, pasé una semana con T y su pareja, me agasajaron muchísimo, se preocuparon por mi bienestar y me sacaron a conocer y a disfrutar de la vida gay de sus ciudades tanto como mi endeble salud y mi bajo nivel de energía se los permitió. No probé el sabor del sexo nórdico junto a una calefacción y una ventana con vista ataviada de blanco, ni tampoco logré encontrar al tierno T de mis recuerdos entre tanto frío y tanta ocupación. Ya no estaba. Quizás nunca estuvo y yo todo me lo había imaginado. O tal vez estaba, pero no para mí. Para mi sorpresa, pasar tanto tiempo con su pareja no me incomodó; más bien debo confesar que se comportó de un modo particularmente agradecido y hasta afectuoso conmigo. Todavía me ronda la pregunta de si estará enterado de lo que pasó entre T y yo hace años, si albergará siquiera una duda o un presentimiento, si habrá adivinado alguna vez un gesto. En todo caso, ya no importa, porque no queda nada, ni rastros ni secuelas. T sigue siendo encantador, pero distante. Me lo aclaró en el tren el día que me acompañó al aeropuerto: "A veces la gente quiere recuperar los momentos felices que vivió con otros y se pasa recordando y reclamando porque ya no es así. Yo reconozco que viví esos momentos y los disfruté al máximo, pero todo quedó en el pasado y ahora mi vida es totalmente distinta". Le di un beso en la mejilla y cada quien caminó hacia su destino, por rutas opuestas.
Volví a mi ciudad, a la que tanto extrañé durante esas semanas, seguro de que en ella encontraría la salud que tanto había mermado y la seguridad y la intimidad de mi espacio. Me atacó otro periodo de enfermedad y me obligó a encerrarme varios días más. Como se lo comenté a R, sigo pensando que soy un claro producto de los adelantos de la medicina moderna. Los antibióticos y todos esos químicos raros son la clave de mi permanencia. En otro momento, en otras circunstancias, quizás hace ya mucho que hubiera cambiado de dimensión, mermado por la ley natural de la sobrevivencia del más fuerte. Es una fragilidad hereditaria, que comparten otros miembros de mi familia, pero que tomó fuerza aquí por el frío. Ya estoy bien.
¿Por qué nos empeñamos en querer recuperar el pasado? ¿Por qué no aceptamos que la vida es tan solo un compendio de retazos de felicidad y tristeza, y de odio y amor, y de ilusión y desencanto, y de enojo y reconciliación, y de frustración y alegría? ¿Será efectivamente sanador reencontrarte con el pasado y desenmascararlo y desenmascararte? ¿O será mejor morir con el recuerdo distorsionado y mil veces reinventado de la grandeza de la felicidad de otrora, de la genialidad de tus exparejas y examores, de la vida que en realidad no viviste sino que creés haber vivido?
Canta Sabina que "amores que matan no mueren" y yo le había creído por demasiados años. Es mentira. Los amores que te matan en un momento de tu vida pueden morir si cometés filocidio, lo cual es muy fácil: basta con buscarlos y descubrir que la mayoría de ellos -por no decir todos y pecar de pesimistas- son solo cuerpos comunes que viven en ciudades corrientes, algunos más honestos, otros más entrañables, pero todos igualmente víctimas de nuestra costumbre de endiosarlos, de adorarlos y finalmente de repudiarlos cuando encontramos a algún otro a quien dirigir nuestra carencia de amor.

Mientras voy en el tren o en el avión, después de algún reencuentro: http://www.youtube.com/watch?v=bs73eGP0BEM&feature=channel_page

No hay comentarios: