viernes, 12 de diciembre de 2008

5. El contacto de tus manos con mi cuerpo


Cuando me lo presentó la recepcionista, casi me da un "somenage" ahí mismo. El tipo era alto (quizás medía 1,85 m.), delgado pero fornido, con barba de tres días, guapo y con ojos de perrito regañado. Por si eso fuera poco, resultó tener la voz masculina pero suave, y un trato cordial y simpático. Primero me hizo sentarme cerca de un escritorio y me interrogó sobre padecimientos, el tipo de dolor que me había hecho llegar hasta ahí, otras lesiones y datos personales. Luego me hizo pasar a una sala con dos camillas y me pidió que me quitara la camiseta. Yo, como niño bien obediente, me la quité en un santiamén, pero él se volvió y me pidió que me quitara la camiseta de tirantes también, porque necesitaba que quedara totalmente desnudo de la cintura para arriba. Se puso detrás de mí y empezó a tocarme los hombros, la cintura, la espalda y la cabeza, como haciendo mediciones y corroborando que todo encajara. Y ahí mismo empecé a sentir escalofríos y a respirar más profundamente.
Luego me hizo acostarme boca arriba en la camilla y se sentó a mi lado. Empezó a masajearme el hombro con las yemas de los dedos, suave y delicadamente, haciendo presión en algunas partes y preguntándome cada tanto con voz grave pero tierna: "¿Te duele?" A mí poco me importaba si me dolía un carajo o no; lo único que deseaba es que siguiera y no se detuviera nunca, pero por pudor le contestaba unas veces que sí y otras que no, sobre todo para tener la oportunidad de mirarlo directamente a los ojos y verle cómo le brillaban cuando me sostenía la mirada y se sonreía al decirle que no o se apretaba los labios como preocupado al decirle que sí. Y yo deseaba sostenerle la mirada y contarle mil cosas, que me pusiera atención por siempre, pero debía disimular y dirigir los ojos al cielo raso.
Poco a poco fue bajando su mano grande y pesada por mi brazo y luego por mi antebrazo hasta llegar a la palma de mi mano, que sostenía con la suya y la abarcaba por completo, la envolvía y la masajeaba con la yema del dedo pulgar. Y así repitió ese movimiento por varios minutos, mientras yo jadeaba en silencio y me concentraba por evitar una erección. Luego se sentó de lado junto a mi cabeza, me tomó todo el brazo, me lo puso sobre su brazo izquierdo y con el derecho me lo movía en distintas direcciones y con diferente intensidad. Yo sentía el roce de sus vellos contra los míos, y también sus pectorales fuertes en la parte de mi mano que quedaba apoyada contra ellos, mientras él me tomaba con fuerza y delicadeza a la vez. "Aquí te duele, A?" -me volvía a preguntar- y yo no podía más que asentir o negarlo con la cabeza. "Vale" -me contestaba- "me dices cuando te deje de molestar".
Hoy se repitió la misma historia en la camilla, pero la intensidad y la fuerza del contacto fue aún mayor, aunque mis posibilidades de mirarlo directamente a la cara disminuyeron sensiblemente por temor a no poder disimular mi erotización. Y hoy me imaginé que, al masajearme desde el hombro hasta la palma de la mano, descuidadamente me tocaba la cadera o me acariciaba el pecho con su codo. Lo vi cambiarse de posición y colocarse a mi lado, acercarse a mí lentamente, preguntarme si me molestaba el movimiento, y aproximar tanto sus labios a los míos que se podía sentir un beso sin que nuestros labios se tocaran por completo. Y cuando me colocó mi brazo sobre el suyo, con mi mano apoyada a sus pectorales, pude sentir cómo los movía y cómo de forma muy natural mi antebrazo empezaba a sentir ya no los vellos del suyo, sino su pene duro haciendo presión por rozarme cada vez con mayor frecuencia. Y yo apenas respiraba, con los ojos cerrados, el cuerpo totalmente relajado y a punto de alcanzar una eyaculación mental. Mis manos ya no me pertenecían y mi cuerpo yacía en la camilla completamente estimulado y extasiado, sin conciencia ni dolor, sin molestias ni pudor. Estuve en el paraíso hasta que el hechizo se rompió cuando él se puso de pie y me dijo: "Vale. Lo dejamos aquí por hoy. ¿Te parece?" Estoy seguro de que se me notó en la cara la decepción producida por el final abrupto y el deseo incontenido de erotizarme hasta la saciedad, hasta perder noción de mi existencia y difuminarme en un alarido de placer, morbo y éxtasis sin control.
Así trascurren las citas con mi fisioterapeuta heterosexual, a quien acudí por una dolencia en el brazo que me moletaba al hacer casi cualquier movimiento y que, según su opinión, un especialista había diagnosticado erróneamente. Apenas puedo esperar para la próxima sesión. Ningún polvo, ningún revolcón ni ningún encuentro sexual le hace siquiera la más mínima competencia. Sin necesidad de templarme ni de regarme, he tenido el que es quizás el sexo más erótico de mi vida. Y quizás lo mejor es que el causante de mi erotización no lo sabe, no se lo imagina y tampoco le ha de interesar, porque todo el placer se ha originado del contacto de sus manos con mi cuerpo, en media hora de masaje profesional.
Ayer precisamente di con un video de youtube en el que un tipo contaba cómo, en su adolescencia, una vez se quedó en el colegio solo con su guapa profesora, quien le confesó sentirse sola y necesitada de afecto, mientras le sonreía y le decía que él parecía mayor. Cuando ella intentó una aproximación, el tipo salió corriendo. De momento se arrepintió por su timidez. Ahora, varios años después, dice sentirse feliz por su decisión, porque se ha imaginado de mil formas distintas ese encuentro con su profesora y cada vez le resulta más estimulante y placentero: hace con ella lo que quiere y de mil modos distintas, porque tiene la posibilidad de inventarse la continuación de la historia a su gusto sin tener que ceñirse a la casi siempre decepcionante realidad.
¿Qué será lo que más nos produce placer? ¿Será la posibilidad de sobrepasar los límites, de romper con el aburrido cotidiano? ¿Será en mi caso que lo que me exita más es saberlo a él heterosexual y disfrutar tanto de su contacto físico? Si todo lo que me imagino en cada sesión ocurriera de verdad, ¿sería tan extasiante ese contacto? ¿Serán sus manos grandes? ¿Será su mirada tierna? ¿Será su voz masculina que me pregunta por mi dolor con delicadeza, como lo esperaría yo de una pareja que me cuide y me chinee en mi enfermedad?
Me doy cuenta de que los encuentros sexuales suelen estar desprovistos de este erotismo que mueve el universo y nos despierta la imaginación y la creatividad. En el erotismo somos artistas, creadores, dueños de nuestro placer. En la realidad de nuestros polvos rara vez alcanzamos siquiera a ser pasionales y todo es burdo; procedemos siempre con las mismas tácticas y nos quedamos en lo conocido y funcional.
Pero en este momento no es así. Me acuesto en mi cama y recorro mi pecho con tus manos abiertas. Me acaricio los pezones y bajo lentamente hasta la cadera. Me detengo en los muslos y los glúteos; los toco con fuerza. Rozo con mis dedos mi glande y me acaricio los labios recordando el brillo intenso de tus ojos y la voluptuosidad de tus labios carnosos. Mi semen se desborda en una eclosión interminable. Es el contacto de tus manos con mi cuerpo.

Mientras me acuerdo del contacto: http://www.youtube.com/watch?v=otiSWLGco2U

No hay comentarios: